Iluminado el hombre por los sublimes conceptos de la existencia de Dios –amor, justicia y bondad- y de la existencia del alma, a la que se le reserva el bien precioso de la inmortalidad, no puede sin embargo, sustraer de su mundo intelectual una serie de interrogantes que se concretan en un “¿por qué?”.
¿Por qué un Dios justo y bueno permite las desigualdades humanas a nivel colectivo o individual y castiga a unos con el sufrimiento, como premia a otros con la felicidad?
¿Por qué un Dios que es amor, permite la creación de lo que llaman "el mal"?
¿Por qué nos creó a todos tan diferentes, demostrando una gran parcialidad?
Efectivamente, el concepto de existencia de Dios e inmortalidad del alma, unido al de unicidad de existencia física, no permite responder con sentido lógico tales preguntas, propias del hombre racionalista de hoy.
No obstante, encontramos la respuesta en la ley de la reencarnación, que armoniza el concepto sublime de Dios con la enseñanza en que los espíritus fueron creados todos iguales, sencillos e ignorantes, pero con fuerzas potencialmente dirigidas hacia la sabiduría y el amor que ha de desarrollar por sí mismo en distintas etapas, muchas de las cuales se cumplirán en el plano carnal, o sea en distintas existencias.
Es imperiosa la reencarnación como mecanismo para que todos alcancemos la perfección espiritual.
Durante ese largo peregrinaje evolutivo, creamos nuestro propio futuro inmediato, la alegría o el dolor son consecuencia de nuestra propia acción, y lo que llamamos sufrimiento, si sabemos sublimarlo, se transformará en un medio de expiación y de elevación.
El hombre actual merece una contestación racional a sus profundos interrogantes sobre su propio ser y la Doctrina Espírita le ofrece el concurso de un esclarecimiento racional que le inducirá al encuentro consigo mismo y hacia una Vida Mejor.
ANTONIO DE PAIVA.